domingo, 8 de noviembre de 2009

Educación, educación, educación

En su columna  de El Tiempo de hoy domingo 8 de noviembre de 2009, Daniel Samper Pizano sostiene que "sin restablecer la importancia de los valores cívicos y humanos será imposible salir del atolladero, y no existe mejor manera de conseguir esta meta que la educación. Pero no hay educación sin educadores educados [...]". Estas afirmaciones son ciertas.  Francis Fukuyama, en su libro La Gran Ruptura, sostiene que "los valores morales y sociales no son, simplemente, limitaciones arbitrarias a la elección individual, sino la condición previa fundamental para cualquier tipo de emprendimiento corporativo"; las verdaderas comunidades, dice, "están unidas por valores, normas y experiencias compartidas por todos sus integrantes. Cuanto más profundos sean estos valores y más firmemente se los sustente, tanto más intenso será el concepto de comunidad".
En una sociedad sin ese lazo que forman los valores morales y sociales, no puede consolidarse una comunidad; y si prima el individualismo, si la regla imperante es primero yo y último yo, al lado de la ley del más vivo, no tenemos materia prima para tejer una red sólida que nos cohesione como nación.
Para aprender a consolidarnos como comunidad, es imprescindible educar; sólo un individuo educado, instruido, puede conocer cuáles son sus derechos y cómo aplicarlos, y cómo exigirlos sin pisotear el derecho de los demás, y cuáles sus deberes sociales, aquellos que si no cumple, rompen la red que soporta a la sociedad. Y esta educación debe partir del hogar, porque el niño aprende en primer lugar por imitación; un padre irrespetuoso y violento, cría hijos irrespetuosos y violentos. Y debe continuar en la escuela, en donde además de las letras y los números, la geografía y la gramática, debe educarse en los valores básicos: reconocimiento del otro, respeto al otro, solidaridad verdadera, que no pura caridad, y tolerancia, entre otros. De ahí que se exija educación, pública y privada, con calidad, y la calidad requiere de maestros educados, capacitados, remunerados dignamente, como señala Samper Pizano, y respaldados por el Estado y por la sociedad entera para que en su labor pueda brindar esperanzas de un mundo mejor y enseñe a los estudiantes a soñar con las cosas posibles que la educación puede traer a su alcance.

Un libro


EL LECTOR
Bernhard Schlink
Editorial Anagrama, Colección Compactos, 18ª edición, 2009


Esta no es una historia de amor entre un adolescente y una mujer mayor. No. Es una historia sobre la culpa, sobre la dualidad entre culpa y comprensión, sobre lo difícil, y a veces imposible, que resulta perdonar. Michael Berg narra la historia desde su madurez, después de muchos años de darle vueltas y cuando “ha vuelto por sí misma con todo detalle, y tan redonda, cerrada y compuesta”, que ya no le entristece.

Una tarde de otoño, viniendo de la escuela, Michael se siente enfermo y se refugia en el portal de un edificio en donde le auxilia una brusca mujer, que cuando él se echa a llorar, lo abraza consoladora diciéndole “chiquillo”. Cuando se recupera, su madre insiste en que vaya a darle las gracias a la mujer; él va llevando un ramo de flores, y de esa visita sólo recuerda el momento cuando ella comenzó a vestirse para acompañarlo, sus posturas y movimientos mientras se ponía las medias veladas apoyando un pie en una silla. La visión de la mujer vistiéndose era “una invitación a olvidar el mundo dentro del cuerpo”, y así, regresa una y otra vez, aprende los secretos del placer, y empieza a amarla como sólo se puede amar a los quince años. El ritual de sus encuentros era “lectura, ducha, amor y luego holgazanear un poco en la cama”.

Ella desaparece un día sin dejar rastro, y al cabo de varios años la encuentra, pero en el estrado de los acusados por crímenes de guerra. Surge la duda, la división del alma; El “quería comprender y al mismo tiempo condenar”.

Schlink, con un lenguaje poético que logra transmitirnos un sordo y callado dolor, nos va llevando por ese sentimiento angustioso que acosó y tal vez, acosa, a la generación alemana de la posguerra, y que se puede resumir en una pregunta: ¿El amor a los padres implica irremediablemente la complicidad con sus culpas?
Amor y condena, amor y culpa por amar, y culpa por no amar lo suficiente. Y las imágenes del pasado que se difuminan, y vuelven cualquier día desde el fondo de la memoria, con su carga intacta de vergüenza y de dolor.