lunes, 18 de abril de 2016

La libertad de pensar

EL PROBLEMA DE SPINOZA
Irvin D. Yalom
Editorial Destino
2013


Amsterdam, 27 de julio de 1656. Baruch Spinoza (1632-1677) ha sido excomulgado por la comunidad judía. ¿Su delito? Pensar. Atreverse a cuestionar los ritos ancestrales, poner en duda que la Biblia sea la palabra de Dios,  que exista realmente otro mundo más allá de esta vida, cuestionar el poder de los rabinos que tratan de controlar al pueblo a través del miedo y de la esperanza, "los garrotes tradicionales de los dirigentes religiosos a lo largo de la historia". Decía: "Yo no creo que plantearse dudas y preguntarse sea una enfermedad. Lo que es una enfermedad es obedecer a ciegas sin preguntarse nada".

Estatua de Spinoza en Amsterdam
Spinoza pensaba que el miedo engendraba la superstición, y albergaba la esperanza  de que algún día habría un mundo sin religiones, "un mundo con una religión universal en la que todos los individuos utilicen la razón para experimentar y venerar a Dios". Spinoza era el gran racionalista, todo obedecía a una causa, y la ataraxia de la que hablaba Epicuro se lograría al comprender "que todas las cosas de este mundo son una sustancia, que es la Naturaleza o, si lo prefieres, Dios, y que todo, sin ninguna excepción, se puede entender a través de la ley natural".

En paralelo, la novela introduce al ideólogo del nazismo, Alfred Rosenberg, un individuo oscuro, con ínfulas de intelectual, cuya única obsesión era desalojar a los judíos de Europa y lograr la amistad y el reconocimiento de Hittler. En el Instituto, cuando joven, lanza un discurso antisemita y los directores le obligan a estudiar a Spinoza, para que entienda por qué Goethe, el gran genio alemán, amaba a Spinoza, qué le dio Spinoza a Goethe. Ese era el problema de Spinoza que Rosemberg trató de dilucidar sin éxito durante toda su vida. En 1941, Rosemberg saquea las bibliotecas y pinacotecas de la Europa conquistada por los nazis, y personalmente va en busca de la biblioteca de Spinoza, porque pretende averiguar en sus libros de dónde sacó las ideas. Pero los libros de Spinoza están en latín, griego y hebreo, y Rosemberg no conoce ninguna de estas lenguas. Nunca entenderá a Spinoza, ni por qué Goethe, su ídolo, lo seguía. Nunca entenderá nada más allá de sus abstrusas ideas, pese a lo cual hará un infinito daño a la humanidad, mientras Spinoza solo anhelaba un mundo en el que imperasen la justicia y la caridad.
Irvin D. Yalom (Washington, 1931) nos presenta así, en capítulos alternativos, a dos personajes con similitudes y con hondas diferencias: dos desarraigados, uno pleno de curiosidad, y el otro indiferente; uno, un filósofo brillante, un pensador; el otro, una imitación; uno, lleno de amor a Dios y al mundo; el otro, rebosante de odio. Para el uno, el desarraigo era la puerta a la libertad; para el otro, una tortura. Uno, un racionalista extremo, absoluto; el otro, un apasionado de sus cortas ideas. 

Yalom es profesor emérito de Siquiatría de la Universidad de Stanford, y autor de muchas obras en este campo y en la literatura, entre otras, de la novela El día en que Nietzche lloró, y Un año con Schopenhauer. En El Problema de Spinoza, Rosemberg tiene un amigo educado en la escuela sicoanalista de Viena, que trata de entenderlo y de ayudarlo, aun cuando se estrella contra una pared de ideas fijas; Spinoza tiene un amigo que le ayuda a entender sus sentimientos y le ayuda a crecer. 

El libro es un elogio a Spinoza y a la libertad de pensamiento, supremo don de los hombres. Entonces, ¿para qué el paralelo con Rosemberg, un antisemita furibundo, el creador de los hornos crematorios (que fue su tesis de grado como arquitecto), un personaje totalmente contrario a la razón y a la amplitud del pensamiento de Spinoza?
El único punto de contacto parece ser el robo de la biblioteca de Spinoza por Rosemberg; el resto, supongo, es literatura. Pero escribir sobre Spinoza es más que suficiente, sin necesidad de oponerlo a un personaje tan distinto, tan disímil, tan difícil de aceptar, como Rosemberg. Tal vez el escritor sintió que era más fácil abordar la novela con personajes opuestos, con algunas similitudes en sus vidas, pocas, pero con hondas diferencias en sus concepciones de la vida, del mundo y sobre todo, de la espiritualidad, que no de la religión.

Le agradezco a Yalom haberme devuelto a Spinoza, un filósofo al cual vale la pena volver siempre. Me gusta su idea de que no somos imagen y semejanza de Dios, sino que Dios es imagen y semejanza nuestra, porque lo inventamos para sobreponernos al miedo y a la angustia. Me gusta, también, eso de que no existe otra vida más que ésta, que no hay ninguna prueba lógica de una vida maravillosa más allá de la muerte; esto nos ayuda a vivir esta vida que tenemos, tan frágil, tan valiosa, tan hermosa.

Michel de Montaigne (1533-1592)
Spinoza trata de enseñarnos a vivir sin miedo, sobre todo sin miedo a la muerte, como Epicuro, como Montaigne. Curiosamente, leyendo un libro de André Compte-Sponville, Impromptus, encontré a Spinoza otra vez, y a Montaigne, y al inútil miedo a la muerte, ese tan difícil de evitar. Y a Horacio: Carpe Diem. Pero no es fácil.Una cosa es la filosofía; otra, vivir la filosofía. Pero, dice Montaigne, filosofar es prepararse a morir.