jueves, 3 de diciembre de 2009

La esquina inesperada del Mar Tenebroso

Por: Silvia Reyes Cepeda

La flota desfiló despacio llenando el río hasta asomarse al Mar Océano, al mar tenebroso, inmenso y todavía misterioso. La comandaba un hombre poderoso, soberbio, elegante, a quien el señor Don Manuel había entregado la bandera de la Orden de Cristo, bendecida por el Papa.
El señor Don Manuel le había dicho en voz baja: “Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace. Dios quiso que la tierra fuese una, que el mar uniese y ya no separase” , y había agregado con la vista perdida en el infinito: “El mar sin fin es portugués”.
Don Pedro Alvarez Cabral recibió la bandera con reverencia y partió. El destino de esta imponente flota era Calicut, la tierra de las especias de que hablaban Marco Polo y Vasco Da Gama, la de los palacios con cúpulas de oro y pisos de jade y mármol, en donde en nombre del imperio desplegaría banderas, riquezas y soldados para deslumbrar a un poderoso sultán de nombre impronunciable.
El mar se abría infinito, desplegaba su aparente soledad sobre la flota, y las almas se angustiaban ante esta sempiterna vista de cielo y agua. Cada atardecer los hombres creían, en el fondo y sin manifestarlo a nadie, que se desbordarían por el horizonte y caerían en las fauces del monstruo que cuidaba los abismos oscuros del mar. Sólo el brillo silencioso del miedo en sus ojos los delataba. Pero a una tarde le sucedía la otra, más o menos en calma, cada día daban gracias a Dios por el trayecto recorrido, y rogaban la bendición del cielo para el próximo. Se guiaban por las estrellas y por unas inciertas cartas marítimas que no contenían aún todo el mundo, pero ellos no lo sabían.
Era el mes de abril del año del Señor de mil y quinientos. De pronto, en algún recodo del mar se encontraron con los vientos que iban hacia el oeste, y que tampoco estaban dibujados en sus cartas náuticas. Y en las manos de los vientos llegaron a una esquina verde con un monte verde y, en una bahía de quietas aguas, echaron el ancla y descendieron.
Hombres desnudos los esperaban en la playa. No había cúpulas de oro ni caminos empedrados. El comandante guardó su bandera para no gastar las bendiciones que portaba con esa extraña gente cuyo idioma no entendían los intérpretes, preparados para entregar credenciales a un sultán.
Sin preguntar, Alvarez Cabral tomó posesión de esa nueva tierra aún sin nombre, en ejercicio del cristiano derecho conferido a su rey por un poderoso Papa que había repartido el mundo y los mares e islas por descubrir entre España y Portugal. Ordenó celebrar una misa, por si acaso, y en la cima del monte verde se escuchó por primera vez el latín y el nombre de ese nuevo Dios, invocado como respaldo para la apropiación de lo ajeno y la imposición de servidumbres y explotaciones.
Los indígenas desnudos contemplaban en silencio el extraño ritual que estos extranjeros barbados de piel pálida desarrollaban bajo el viento de abril. Y en silencio los vieron partir nuevamente en sus extrañas canoas altas como los altos árboles de la selva.
La flota enderezó el rumbo buscando la ruta soñada de la especiería. Se llevaron unas muestras del árbol que llamaban pau brasil y que enviaron a Don Manuel en un reporte escueto de la tierra descubierta y de la única riqueza que al parecer contenía: sólo vegetal, sólo pau brasil.
Dejaron un nombre flotando sobre el Monte avistado en esta esquina inesperada del Mar Tenebroso, Monte Pascual, por aquel prurito de nombrarlo todo, hasta lo que no conocían y una transitoria denominación de la tierra, Isla de la Vera Cruz.
No imaginaron la selva profunda, ni los ríos anchos como mares, ni los pájaros de colores, ni las bahías azules con morros semejantes a panes de azúcar flotando sobre el agua.
Llegaron a la India, la verdadera, atravesando el recién bautizado Cabo de las Tormentas, pagando su tributo de naufragios, terror y muertos, y encontraron el ansiado mercado aromático de las especias, su sueño comercial cumplido bajo el fuego de los cañones cristianos.
Del otro lado del mar, una cúpula verde esperaba su destino de colonia, de esclavos, de oro y azúcar; de capitanías y de botín de piratas; de mezcla de razas vencidas y vencedoras; de candomblé, tambores y sol; de un imperio importado al cielo candente del trópico con princesas de siete nombres y apellidos imponentes; de caucho, café y Pau Brasil.
Sueño tras sueño, se construyó una historia. Desde el sueño de un navegante que nunca navegó, que soñó que el mar ignoto debía ser solamente un mar portugués y dejar de ser Mar Tenebroso, pasando por el sueño embrujador de las especias, de la seda, del oro, del poder y del dominio sobre otros, hasta llegar al sueño de libertad enroscado en el vientre verde de Brasil.

Fotografía: La Costa del Descubrimiento, tomada de www.brazadv.com
Frases atribuidas a Don Manuel:  Fernando Pessoa: Mensaje, Mar Portugués: El Infante. Padrón.